martes, 26 de diciembre de 2017

Fantasmas

Cuando mantuve la primera reunión con la editorial, le comenté que todos los cuentos de El fin del mundo tienen una base real. Mi editor se echó a reír, diciendo que eso era totalmente imposible porque muchas de las cosas que hay en el libro son imposibles de vivir. Los hechos que se describen en el libro presentan una dimensión fantástica, es cierto. Sin embargo, sigo defendiendo que todo lo que se cuenta en los relatos, a pesar de que nuestra mente racional sólo nos haga ver un lado de la realidad, tiene una base real.

En El fin del mundo, entre otras cosas, hay fantasmas. Sí, ya lo sé: más allá de los fantasmas que habitan en los castillos ingleses (como los vampiros en los castillos de los Cárpatos) o de los que dejan su testimonio en una psicofonía, parece que en este mundo ya no hay sitio para las almas que se han quedado atrapadas entre dos mundos. Sin embargo, yo estoy convencido de que todavía se puede encontrar alguno. Si quieres saber de un fantasma, simplemente, cuando te vayas a la cama por la noche, presta atención a los ruidos que se dejan oír en tu edificio.

Hace unos cuatro años, cuando mi mujer y yo nos mudamos al edificio donde vivimos, justo antes de irnos a dormir, comenzamos a escuchar cada noche y a la misma hora, el ruido de unas pisadas en la azotea. Era como el de una carrera de un niño. Al mismo tiempo, comenzamos a oír también el ruido de la maquinaria del ascensor. La primera idea que se nos vino a la cabeza fue que alguien subía con un crío a la azotea a pasar el rato antes de dormir. La noche que decidimos subir a ver quién era de nuestros vecinos, no encontramos a nadie. Por aquel entonces, estaba en todos los medios esta noticia e, inevitablemente, nuestra imaginación la colocó como una de las posibles explicaciones a lo que sucedía en nuestro edificio. En fin, bendito Cuarto Milenio.



Con el tiempo, aquellos pasos dejaron de oírse, pero hace poco recordé esta historia. Hace unos días, al volver de hacer la compra, mi mujer y yo nos quedamos atrapados en el ascensor con un vecino. Tras unos minutos en los se quedó parado entre dos pisos, inició a toda velocidad varias idas y venidas a lo largo del edificio, sin señalar en el display donde nos encontrábamos, para, al final, apagar las luces y volver a funcionar como si nada hubiera ocurrido. No sé si fue por los gritos de angustia del vecino (al que jamás volveremos a elegir como compañero de emergencias) o porque para morir uno prefiere no hacerlo en vacaciones, que la sensación de alivio al salir fue más parecida a la de haber realizado un aterrizaje forzoso que a la de llegar a casa.

Ahora que mi editor y yo estamos corrigiendo el manuscrito, recordé esa anécdota de las pisadas y, sin querer, la enlacé con la del ascensor. Recordé el ruido de aquellos pasos y el del motor del ascensor que los acompañaba cada noche. De ahí nació uno de los cuentos de este libro. De ahí, de las soledades que se guardaban en este edificio medio vacío y del paisaje poblado de almas en pena que por aquel entonces había dejado la crisis económica de 2008 y que a muchos nos había llevado a pasar muchas horas en casa. Porque este libro también tiene su origen en lo que se ve desde la ventana de casa. Al fin y al cabo, para descurbrir cualquier historia,  por muy fantástica que sea, sólo hay que mirar con otros ojos la realidad. Pero sobre los diferentes paisajes que se ven desde mi ventana ya os hablaré en la próxima entrada.



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